Capítulo 15. Cenizas

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Observando las luces de la ciudad, desde la enorme ventana sin cortinas del apartamento de soltero de Santiago Dajach, Mariana González intentaba entender como en menos de cuarenta y ocho horas, su vida se había trastornado para siempre. Tenía tantas y tantas cosas en que pensar, que sentía que su cerebro no era esa masa pensante y lógica que la había acompañado durante toda su vida, sino un lastre que con el paso de los minutos y las horas, la arrastraba sin remedio a la más negra de las oscuridades. Al menos cuando Santiago estaba cerca, ella sentía que todo lo podía soportar. Pero en el momento en que el periodista tomó su maleta y salió con rumbo a algún destino distante y remoto, el mundo se le vino encima como un castillo de naipes en medio de la más oscura de las tempestades.

No quería pensar en su padre, en todos los momentos que compartió con él, sobre todo en sus primeros años en Russian Hill, donde a pesar de no tener todos los lujos y comodidades que tuvieron años después en Pacific Heights, había sido feliz. No quería recordar su sonrisa y las historias que le contaba cada noche sobre un reino lejano y lleno de manantiales multicolores donde un príncipe encantado rescataba a la más noble de las princesas de las garras de su terrible abuela malvada. No quería recordar el momento mágico de la mañana cuando ella se levantaba para ir a la escuela y allí estaba él, siempre sonriente, listo para servirle el desayuno. Y no quería recordar porque con cada recuerdo sentía una punzada de dolor en el alma, que sólo el tiempo y la resignación podrían curar. Pero aunque quisiera anestesiar los asaltos del pasado con el remedio cruel del olvido, los recuerdos seguían llegando, arrastrándola a los rincones más recónditos de su memoria hasta llevarla al primer recuerdo que tenía de su padre y lo recordaba muy bien por que había sido la primera vez que había visto llover.

Recordaba estar sentada en un círculo con otros niños alrededor de una mujer muy joven, de cabello castaño y gafas en forma de media luna. No debía tener más de dos años, pero lograba recordar su voz cuando intentaba enseñarle los colores con canciones.

What color is this? What color is that?
It’s the white and blue and red
It’s the american flag
It’s the white and blue and red
It’s the american flag.

Recordaba estar feliz, no había otra cosa que le gustara más a esa edad que escuchar la voz de su maestra, mientras le mostraba los colores con láminas de animalitos. Pero justo en medio de la canción se escuchó un estruendo enorme en el cielo que hizo que la mayoría de los niños se echara a llorar. Mariana se había asustado, pero no lo suficiente para empezar el alboroto, pero al ver que los otros niños se lanzaban en ristre hacia la maestra en busca de consuelo, ella también se había echado a llorar. Mariana vio como los infinitos hilos de agua caían desde el techo, mientras el cielo se iluminaba con luces aterradoras seguidas de rugidos monstruosos que la alteraban mucho más y deseó con toda su alma que su papá, el único ser en el mundo que en realidad la quería, la fuera a buscar. Fue entonces, casi como respondiendo a su llamado, escuchó el motor del viejo automóvil que conducía su padre. Mariana dejó el montón de niños llorones y salió por la puerta rumbo hacia la entrada del jardín de niños, donde su padre, cubierto con una capa de plástico impermeable ya la estaba esperando.

Mariana se había sentido tan maravillada con la lluvia, que un momento de descuido cuando su padre pedía excusas a su maestra por haber llegado más temprano que de costumbre, ella había aprovechado para salir a la vieja calle Greenwhich y sentir con su propia piel, el toque del agua maravillosa que descendía desde el cielo. También recordaba el episodio porque había pasado toda la noche con fiebre por cuenta del resfriado.

-Papi ¿por qué estoy caliente?- le había preguntado Mariana a su padre.

-Tienes un resfriado, mi amor- dijo él, mientras le acomodaba una compresa de agua en la cabeza.
-¿Qué es un resfriado?

-Es cuando te mojas en la lluvia, y luego te pones calientes y te pones a estornudar.

-¿La lluvia es mala entonces, papi?

-No, mi amor, la lluvia no es mala- dijo él mirándola a los ojos- sólo que el frío te baja las defensas y unos seres muy muy pequeños aprovechan para atacarte y hacerte sentir mal.

-¿Y tú cómo sabes eso, papi?

-Te respondo, si prometes guardar el secreto y no decírselo a nadie más.

-Lo prometo.

-Lo sé- dijo él susurrando- Por qué soy un doctor.

-¿Y si eres doctor por qué trabajas en una corredora y no en un hospital?

-No, yo no trabajo en una corredora, trabajo en una constructora- dijo él soltando una carcajada- y lo hago para que no nos pase nada malo a los dos ¿lo entiendes?

-Sí, papito.

-Ahora, vamos a darte tu medicina, para que duermas tranquila toda la noche ¿está bien?

-Esta bien.

Mariana aún creía que la historia del doctor había sido solamente una historia para entretener a una niña enferma.

***
El automóvil que la llevaría hasta la morgue, donde vería a su padre por última vez, llegó con cinco minutos de retraso. Mariana se había quedado dormida casi a las cinco de la mañana, por lo que cuando despertó casi a las siete de la mañana se tuvo que bañar y vestir a las volandas. Pero a las ocho en punto, tal y como se lo había prometido al abogado Warren estaba en la puerta del edificio de Santiago Dajach rumbo a la última diligencia que haría, antes de internarse en esa casa de buitres a la que llamaban La Fortaleza Rota.

El conductor, un muchacho joven, de cabello lacio, piel tostada y ojos rasgados, salió del vehículo y con una sonrisa en el rostro le abrió la puerta de atrás. A diferencia de lo que esperaba, Conrad Warren no estaba allí.

-¿Y el señor Warren?- preguntó Mariana antes de abordar.

-Me dijo que la llevara hasta Medicina Legal y luego a casa de los señores Saint-Clair, él la va a esperar allá.

-Ah, pero yo no voy a Medicina Legal, voy a la morgue, a ver el cuerpo de mi padre.

-Sí, señorita, Medicina Legal es donde queda la morgue donde usted va a ver a su papá.

-Ah ya… que nombre tan raro.

-Ah y también me pidió que le diera esto-dijo el muchacho entregándole una tarjeta SIM, que había sacado de uno de los bolsillos de su saco elegante de chofer- para que esté en comunicación con él.

-Gracias- respondió ella sinceramente.

El vehículo de inmediato se puso en movimiento. Mariana vio como ingresaban a una especie de autopista, pero mucho más estrecha que las que veía corrientemente cuando iba de San Francisco a Santa Cruz o a Silicon Valley. En lugar de tener seis carriles en cada dirección, esta tenía tres y los vehículos hacían tantos adelantos y tantas maniobras, que se sorprendía que no hubiese habido un choque con carros volando por todas partes, al mejor estilo de Hollywood. Mariana se preguntó, con justa razón, si la que terminaría en la tal Medicina Legal antes de terminar la mañana sería ella, pero no en calidad de visitante, sino en calidad de cadáver. Afortunadamente, luego de diez minutos el conductor tomó un desvío por una calle sucia y angosta hasta llegar a un edificio del que sobresalían las palabras que habían llegado a su destino.

Conrad Warren no había dejado nada a la suerte. Una vez que Mariana presentó su licencia de conducción de California en el mostrador de recepción, la llevaron de inmediato hasta el cuarto donde reposaban los restos de su padre. La habitación estaba fría y un penetrante olor a lejía surcaba el ambiente como si se hubiese apoderado de los fantasmas de los muertos que llevaban allí. Las luces azules del techo parpadeaban constantemente, iluminando las tres mesas de cemento pulido ubicadas en paralelo justo al frente de los compartimentos metálicos donde Mariana estaba segura, había muchos más muertos. En una de las mesas un montículo amorfo estaba cubierto por un interminable manta blanca, del mismo color de las paredes.

-Ya lo tenemos listo para la cremación- dijo la mujer vestida completamente de blanco que había acompañado a Mariana desde la recepción.

-¿Cuánto tardarán en entregarme las cenizas?

-El proceso como tal sólo dura dos o tres horas, sin embargo el horno no estará listo, sino hasta las horas de la tarde, por lo que creo que usted puede venir a recogerlas mañana mismo.

“Dios” pensó Mariana “Necesito como quinientas palabras, cuando sólo tenia que decir ‘mañana’”

-¿Esta segura de que quiere verlo?- preguntó la mujer cubriendose el rostro con el tapabocas.

-Sí, por favor.

-Sólo quiero que recuerde, señorita, el cuerpo que está sobre la mesa ya no es su padre. El, donde quiera que esté, ya está en paz.

-Lo sé- dijo Mariana sinceramente agradecida por las palabras de aquella mujer. Tenía que entender que su padre se había ido y que ahora sólo quedaría su recuerdo.

-¿Lista?- preguntó la mujer, luego que ambas estuviera en la cabecera de la cama de cemento donde reposaba el cadáver. Mariana asintió con la cabeza.

Mariana González no pudo reprimir un grito de espanto, cuando vio el cuerpo lívido de su padre sobre la mesa. Tenía la cara marrón, los ojos protuberantes y la lengua hinchada le sobresalía de la boca, pero lo más aterrador eran las marcas profundas y la forma antinatural que tenía el cuello. Mariana sintió un impulso primario que le revolvió las tripas y la obligó a solicitar a gritos un baño. La enfermera la condujo hasta la puerta de al lado donde vomitó una sustancia verde y pegajosa. Sólo entonces se dio cuenta que llevaba más de veinticuatro horas sin comer.

***

Fría y debilitada y con un rumor extraño en el vientre, Mariana se dispuso a salir del edifico de la morgue. Conrad Warren se había encargado de todos los detalles, de la autorización de la cremación, los pagos correspondientes y hasta del recipiente de roble pulido donde terminarían de reposar los restos de Carlos Daniel Castilla. Estaba a punto de abordar el auto, cuando una mujer alta con el cabello rubio recogido en un moño alto y vestida completamente de negro se acercó a ella.

-¿Señorita González?-dijo la mujer en un marcado acento estadounidense.

-Sí ¿La conozco?

-Mi nombre es Katrina Wentz, hacía parte de la investigación por la muerte de su padre, hasta que fue cancelada el día de ayer.

-Ah mucho gusto – dijo Mariana- ¿Sabía que yo iba a estar aquí?

-El abogado Warren me comunicó que usted iba a estar aquí, espero no le moleste.

-Claro que no, pero no sé si es el mejor momento para tener esta conversación. Precisamente el abogado Warren me está esperando en la casa de la Familia Saint-Clair.

-Siendo así ¿me permite acompañarle? Créame que los detalles que le tengo le van a interesar.

-Por supuesto, acompáñeme… créame usted que no me emociona la idea de entrar sola a esa casa de buitres.

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